domingo, 2 de junio de 2013

oración inaugural (segunda parte)

Ofuscado ya el espíritu humano y viciada su complexión moral, se familiarizó con los atentados y puso por ley fundamental de su primer código la fuerza y la violencia. En este período la raza de los hombres se multiplicaba ya por todas partes y de las primeras sociedades empezaron a formarse sucesivamente reinos, imperios y numerosas asociaciones. La tierra se pobló de habitantes; los unos opresores y los otros oprimidos: en vano se quejaba el inocente; en vano gemía el justo; en vano el débil reclamaba sus derechos.
Armado el despotismo de la fuerza y sostenido por las pasiones de un tropel de esclavos voluntarios, había sofocado ya el voto santo de la naturaleza y los derechos originarios del hombre quedaron reducidos a disputas, cuando no eran combatidos con sofismas. Entonces se perfeccionó la legislación de los tiranos; entonces la sancionaron a pesar de los clamores de la virtud y para acabar de oprimirla llamaron en su auxilio el fanatismo de los pueblos y formaron un sistema exclusivo de moral y religión que autorizaba la violencia y usurpaba a los oprimidos hasta la libertad de quejarse, graduando el sentimiento por un crimen.
Mientras el mundo antiguo envuelto en los horrores de la servidumbre lloraba su abyecta situación, la América gozaba en paz de sus derechos, porque sus filántropos legisladores aún no estaban inficionados con las máximas de esa política parcial, ni habían olvidado que el derecho se distingue de la fuerza como la obediencia de la esclavitud; y que en fin la soberanía reside sólo en el pueblo y la autoridad en las leyes, cuyo primer vasallo es el príncipe. No era fácil permaneciesen por más tiempo nuestras regiones libres del contagio de la Europa, en una época en que la codicia descubrió la piedra filosofal, que había buscado inútilmente hasta entonces: una religión cuya santidad es incompatible con el crimen sirvió de pretexto al usurpador. Bastaba ya enarbolar el estandarte de la cruz para asesinar a los hombres impunemente, para introducir entre ellos la discordia, usurparles sus derechos y arrancarles las riquezas que poseían en su patrio suelo. Sólo los climas estériles donde son desconocidos el oro y la plata, quedaban exentos de este celo fanático y desolador. Por desgracia la América tenía en sus entrañas riquezas inmensas y esto bastó para poner en acción la codicia, quiero decir el celo de Fernando e Isabel que sin demora resolvieron tomar posesión por la fuerza de las armas, de unas regiones a que creían tener derecho en virtud de la donación de Alejandro VI, es decir, en virtud de las intrigas y relaciones de las cortes de Roma con la de Madrid. En fin las armas devastadoras del rey católico inundan en sangre nuestro continente; infunden terror a sus indígenas; los obligan a abandonar su domicilio y buscar entre las bestias feroces la seguridad que les rehusaba la barbarie del conquistador.

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