domingo, 2 de junio de 2013

oración inaugural (tercera parte)

Establecida por estos medios la dominación española se aumentaban cada día los eslabones de la cadena que ha arrastrado hasta hoy la América y por el espacio de más de 300 años ha gemido la humanidad en esta parte del mundo sin más desahogo que el sufrimiento, ni más consuelo que esperar la muerte y buscar en las cenizas del sepulcro el asilo de la opresión. La tiranía, la ambición, la codicia, el fanatismo, han sacrificado millares de hombres, asesinando a unos, haciendo a otros desgraciados y reduciendo a todos al conflicto de aborrecer su existencia y mirar la cuna en que nacieron como el primer escalón del cadalso donde por el espacio de su vida habían de ser víctimas del tirano conquistador. Tan enorme peso de desgracias desnaturalizó a los americanos hasta hacerlos olvidar que su LIBERTAD era imprescriptible: y habituados a la servidumbre se contentaban con mudar de tiranos sin mudar de tiranía. En vano de cuando en cuando la naturaleza daba un grito en medio de la América por boca de algunos héroes intrépidos: un letargo profundo parecía ser el estado natural de sus habitantes y si alguno hablaba, luego caía sobre su cabeza el homicida anatema del rey o de sus ministros y los buenos deseos de los corazones sensibles doblaban la desgracia y la humillación de los demás... Las edades se sucedían, las revoluciones del globo mostraban la instabilidad del trono de los déspotas, y sólo la América parecía estar destinada a servir de eterno pábulo a la tiranía exaltada, hasta que presentándose sobre la escena del mundo un político y feliz guerrero, cuyos triunfos igualan el número de sus empresas y a quien con razón hubiera mirado la ciega gentibilidad como al Dios de las batallas, concibe el gran designio de regenerar a esa nación degradada por la corrupción de su corte, enervada por las pasiones de sus ministros y reducida por la ignorancia a una estúpida apatía que no le dejaba acción sino para aniquilar lo que ya había destruido su codicia. Lo consigue por medio de la fuerza combinada con la persuasión e intrigas de los mismos españoles y el león de tan decantada bravura rinde la cerviz a las armas del emperador. Llegan las primeras noticias a la América, y al modo que un fenómeno incalculado pone en entredicho las sensaciones del filósofo, quedan todos al primer golpe de vista poseídos de sorpresa, que en los unos produce luego el pavor y en otros la confianza. Los hombres se preguntan con asombro ¿qué hay de nuevo? Y todos buscan el silencio para contestar que pereció la España y se disolvió ya la cadena de nuestra dependencia. No importa que busquen todavía el silencio y la sombra para respirar, en breve serán todos intrépidos y sólo temblarán los que antes infundían terror al humilde americano.
Así sucedió a poco tiempo: empezó nuestra revolución y en vano los mandatarios de España ocurrirán con mano trémula y precipitada a empuñar la espada contra nosotros: ellos erguían la cabeza y juraban apagar con nuestra sangre la llama que empezaba a arder; pero luego se ponían pálidos al ver la insuficiencia de sus recursos. La Plata rasgó el velo; la Paz presentó el cuadro; Quito arrostró los suplicios; Buenos Aires desplegó a la faz del mundo su energía y todos los pueblos juraron sucesivamente vengar la naturaleza ultrajada por la tiranía.
Ciudadanos, he aquí la época de la salud: el orden inevitable de los sucesos os ha puesto en disposición de ser libres si queréis serlo: en vuestra mano está abrogar el decreto de vuestra esclavitud y sancionar vuestra independencia. Sostener con energía la majestad del pueblo, fomentar la ilustración; tales deben ser los objetos de esta sociedad patriótica, que sin duda hará época en nuestros anales, si, como yo lo espero, fija en ellos los esfuerzos de su celo y amor público. Analicemos la
importancia de esta materia

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